La clase social
de posguerra Artículo ilustrado con fotografías de Valentín Vega del libro; “Valentín
Vega. Fotógrafo de calle (1941-1951”. XIXÓN MUXEÚ DEL PUEBLU D’ASTURIES
Una España distinta
surge tras la guerra en la que comerciantes, profesionales liberales,
facultativos y funcionarios se abren paso con sacrificios en una sociedad donde
la inmensa mayoría usaba alpargatas
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Para empezar las cosas
desde su comienzo sería oportuno dejar claro que el 17 o el 18 de julio de 1936
no fue un mero levantamiento militar ni el comienzo de una guerra civil, sino
la reacción, tan española, de quienes habían perdido unas elecciones
supuestamente democráticas y no se conformaban con el resultado. Había ocurrido
lo mismo dos años antes. Cuando resultaron vencedoras las derechas y los
socialistas desencadenaron la huelga revolucionaria que sólo subsistió en
Asturias, con un triste balance de muertos y asesinados. Se ha querido definir al
español de varias maneras: como envidioso, vengativo, cruel, y le vendría al
pelo otra definición: el que no sabe perder. Exprimiendo la frase puede completarse
asegurando que tampoco sabe ganar y eso lo llevamos colgando desde las guerras
de Flandes, donde el prestigio militar de nuestra nación quedaba desvirtuado
por la represión inquisitorial en las zonas conquistadas.
Cuantos hayan
visitado Bruselas y su preciosa plaza principal habrán reparado en los
monigotes que cuelgan del techo en alguno de los cafés; eran representación de
soldados españoles ahorcados. Uno de los céntricos barrios de aquella ciudad se
llama Amigó, con acento en la «o» para los francófonos, y recordaba la palabra
que los mangas verdes del Tribunal del Santo Oficio decían al protestante,
agarrándolo del brazo: «¡Vamos, amigo!». Hay un hotel del mismo nombre, donde
me alojé. Lo del 36 empezó siendo
un berrinche de los conservadores, que tuvo el antecedente en el 10 de agosto
de l932, donde un golpista casi profesional, el general Sanjurjo, mostraba su
disconformidad con la República, aunque no quiso defender a la Monarquía de
Alfonso XIII siendo director general de la Guardia Civil.
Tengo un recuerdo
personal, pues en aquella fecha vivíamos en la calle madrileña de Antonio
Maura, muy cercana a la Cibeles, donde se dispararon algunos tiros pretendiendo
ocupar el edificio de Correos -ahora Ayuntamiento- y el Ministerio de la
Guerra, en la misma plaza. Aún se recogían en el paseo de Recoletos casquillos
de los fusiles disparados.
Aquella algarada, con la
condena a muerte del cabecilla, sustituida por el destierro, marcaba un camino.
Hay que decir, y lo recuerdan mis ojos adolescentes, que el ambiente se
enrarecía por momentos. Los militares que tanto habían sido en la historia
precedente no se atrevían a salir a la calle de uniforme. Si se reunían varios
a tomar unas cervezas en cualquier terraza, surgían proletarios que les echaban
granos de maíz a las botas, motejándolos de gallinas. Había pasado la
pirotecnia de la quema de conventos, entretenimiento favorito en aquellos
tiempos en que no había televisión ni partido de fútbol entre semana.
Las huelgas estaban a la
orden del día y no tardaron en aparecer los pistoleros de ambas facciones,
aumentando el peligro de circular por las calles. A propósito, otro recuerdo
personal. Concluí el Bachillerato a los 15 años y después de merodear por la
FUE (Federación Universitaria de Estudiantes, izquierdista), Renovación
Española (monárquicos) y algunas otras siglas, sin compromiso, me atrajo el
ruido que hacía Falange Española y, sin posibilidades de afiliación ni tiempo
que dedicarle, como hijo de familia sujeto a normas domésticas, me escapaba de
casa para fanfarronear por la calle de Alcalá, paseo de gente joven que se
politizó, es decir, devino en lugar donde nos agredíamos unos a otros y, con
cierta imparcialidad, nos sacudían la porras de los guardias. Paseo arriba y
abajo, entre las calles de Marqués de Cubas y la de Cedaceros, gritando
consignas que a veces no entendíamos y esparciendo por las aceras octavillas
que casi nadie leía. Como digo, no había
formalizado mi filiación, por causas ajenas, pero estaba considerado como
miembro de una escuadra, en la Segunda Falange de la Primera Bandera, si mal no
recuerdo. Por allí solían pasear chicas jóvenes, propicias al ligue, al
noviazgo o a lo que se terciara. Iban en pandillas de tres, cinco o más, del
brazo, escuchando entre risas los piropos o las barbaridades que les dirigían
los varones.
Uno de esos días, el camarada Machío, que ostentaba la jefatura de
la escuadra, me presentó a un negro, al que le faltaba un brazo. «Éste es
Johnson», me dijo con cierto orgullo. «Es uno de nuestros pistoleros». Supongo
que estreché la única mano del cubano como si hubiera sido la de un héroe.
Cierta tarde, al echar al
aire el último puñado de proclamas, me zarandearon y de un puntapié caí en la
parte de atrás de una «yogurtera», que así llamaban a las furgonetas de la
Policía. De allí a la Comisaría, al Juzgado y a la Cárcel Modelo, pero es otra
historia. Demos un salto sobre el
período de la guerra. Franco había ganado por goleada, pero quedó el campo
hecho una lástima. La digestión de la zona roja, donde carecían de casi todo, y
la decisión cobarde de esa estéril y perniciosa organización que se llamó
Sociedad de Naciones y luego ONU, tarda en ayudar a otro contendiente para
acabar con las matanzas, prolongaron la pobreza de una nación herida de
gravedad. La condición humana tiende a la supervivencia, con la misma fuerza
que procura su destrucción y con grandes sacrificios y condicionamientos salió
adelante. Ojo, es importante el
matiz, porque surgió una España distinta, que nada tenía que ver con las
precedentes de una Monarquía obtusa ni con los peligrosos experimentos
republicanos.
En el país clasista, donde la inmensa mayoría calzaba alpargatas
y una reducida clase vivía muy bien, empezaba a asomar la gaita una clase
inédita, no bien definida, que amparaba a comerciantes, profesiones liberales,
facultativos, funcionarios, la clase media, en suma, que ni siquiera durante la
República y su permanente zozobra de orden público había permitido. No cabe
duda que, serenamente, considerando las enormes dificultades para incorporarse
al mundo moderno, sin haber tomado parte en la I Guerra Mundial, autoexcluidos
a causa de los propios y pendientes problemas, la situación española, al
concluir la contienda civil, no era halagüeña. Añadido el jirón de exiliados
desprendidos del quehacer común.
Creo que no se ha tomado
demasiado en cuenta ese cambio, el nacimiento de un estamento intermedio, la
floración de una sociedad civil en la que descansaba el fatigado brazo militar.
Eran los vencedores, los que se creían con derecho al botín alcanzado, los ex
combatientes, ex cautivos, falangistas, monárquicos, tradicionalistas, cedistas
de Gil Robles (exiliado en Portugal), bajo el mando de un ser de poca
diversidad mental. El equivalente, por ejemplo, en la Andalucía de los ERE,
disponer del carné del PSOE. Franco era un militar destacado, que mandaba a sus
iguales y que ejerció el poder como lo haría el general que asedia una plaza
por los cuatro costados: sin entrar en ella, sin dormir en ella, con el puesto
de mando a extramuros. Las malas cosechas, la sequía, cercaron a este
desdichado pueblo.
Se apoyaba en varios
pilares: sus compañeros de armas, debidamente domesticados, una Iglesia que le
fue útil y cuya colaboración es explicable, pues los enemigos habían hecho una
importante escabechina entre sus filas, miles de sacerdotes y monjas asesinados
con docenas de obispos, templos saqueados y daños que los clérigos
supervivientes se cobraron con enorme influencia social que duró varias decenas
de años. No descuidó el dictador
el mundo laboral y creó el tinglado sindical, del que es reflejo la actual
coyunda socio-comunista, tan pasada de moda. A imagen de otros países
totalitarios, puso en pie la organización sindical. Personalmente, nunca tuve
ocasión ni necesidad de sindicarme, pero durante más de diez años caí, por
casualidad, en una tertulia que celebraba almuerzos semanales en el Centro
Riojano. Estaba compuesta, mayoritariamente, por letrados adscritos a las
asesorías sindicales y doy fe de que aquellos hombres se preocupaban por darle
una dimensión equitativa y legal a su función, batallando en diversos foros, en
comisiones del Congreso de Procuradores, por dotar al país de un tejido
sindical bien asentado.
Yo estaba fascinado entre
ese desconocido mundo, en el que pontificaba con su vozarrón Carlos Iglesias
Selgas, que era fiscal de carrera, como otro fiscal, Melitino García Carrero, y
más contertulios entre los que era un oyente interesado y lego. Dudo que los
ubicuos Cándido Méndez y Toxo cuenten con la sabiduría sindical de aquellos juristas,
al tanto de la doctrina mundial. Sufrió, todo hay que
decirlo, la enseñanza. Podría dar fe, si sirviera para algo, de mi criterio
sobre la privada y la pública. Caté las dos, al principio en el Colegio del
Pilar y terminé el Bachillerato en un instituto de Segunda Enseñanza. Sin condescendencia, la
pública era bastante superior a la privada, dominaba un espíritu nuevo, las
clases terminaban en seminarios, los catedráticos nos llevaban al cine para ver
«El acorazado Potemkin», circunstancia que yo aprovechaba para meter mano a la
chica de la butaca de al lado, si lo consentía.
Tras la guerra, con el
cortejo de las depuraciones, la verdad es que la Instrucción Pública
desmereció. La estúpida censura sembró de sal las bibliotecas y un alumno de
Derecho o Filosofía o Medicina veía expurgadas las estanterías universitarias
de libros indispensables, caídos en esa guerra incruenta. Fueron perjudiciales
los llamados «exámenes patrióticos» en los que alcanzaron la licenciatura
abogados, doctores, arquitectos mediocres y mal preparados, que se presentaban
vestidos de uniforme ante un tribunal achantado. Hoy, sin aquel pretexto, la
formación universitaria es muy deficiente. Cierto era que la mayoría de los
intelectuales, entonces, si no de izquierdas, tampoco era de derechas; las
lumbreras habían emigrado y los que quedaron tenían que andar con tiento, para
esquivar la inquisición de los currinches impotentes que todo lo querían
controlar. Intento, a veces,
imaginarme la reacción de cualquier español a quien, en aquellos años, le
preguntaran si era franquista.
El término, el concepto se inventó después, como
se ha singularizado el nazismo, no como nacional socialismo, sino como
propósito criminal; o el poético fascismo mussoliniano, también de raíz
socialista. Estaba claro que la aristocracia, como fue, había desaparecido.
Mejor dicho, se esforzaba en hacer negocios export-import en el Ministerio de
Comercio y cubrir algunas «guardias» en Estéril, que consistían, generalmente,
en agarrar una pítima con don Juan de Borbón en el Bar Inglés de Cascaes.
Con retraso, con dolor de
corazón, con sacrificios y concesiones, se abría paso la clase media dentro de
un lapso muy dilatado. Creo que es lo más positivo, pues las profundas
revoluciones en la humanidad no se han hecho en las barricadas, sino con la
paciente y tenaz determinación de las mujeres y los hombres de una comunidad.
Las ya proscritas guerras civiles supusieron el tropezón que se da y que, de no
caer por tierra, se dan unos rápidos pasos hacia delante. Es un riesgo que
asumir.
FUENTE: EUGENIO SUÁREZ.
Articulo publicado por La Nueva España el 18-03-2012. Ver enlace: https://www.lne.es/espana/2012/03/18/clase-social-posguerra/1215785.html
Eugenio Suárez Gómez
(Daimiel, 10 de mayo de 1919 - Avilés, 30 de diciembre de 2014), periodista, empresario y escritor
español. Nació en 1919 en Daimiel (Ciudad Real), donde su padre ejercía de
médico. Poco después su familia se trasladó a Madrid, ciudad en la que él
estudió en el Colegio Nuestra Señora del Pilar. Se afilió a Falange Española y
durante la Guerra Civil Española colaboró con los diarios El Diario Vasco y
F.E., así como con la revista Fotos y el semanario humorístico La Ametralladora.
Posteriormente formó parte de la redacción del diario católico Ya. En 1943, con
apenas 24 años, fue enviado como corresponsal en Hungría, durante dos años
cruciales de la Segunda Guerra Mundial y donde pudo comprobar la barbarie nazi,
además de ser testigo de la ayuda humanitaria prestada por el funcionario
español Ángel Sanz Briz. Esta experiencia se vería reflejada en su libro
Corresponsal en Budapest, publicado en 1946. De vuelta en Madrid, fue
redactor-jefe del semanario Tajo y redactor de Radio Nacional de España. En
1952 fundó y dirigió El Caso, semanario especializado en noticias de sucesos
que llegó a tener una tirada de 400.000 ejemplares. Además fue corresponsal en
Madrid de la revista Paris Match y en 1956 fundó Sábado Gráfico, semanario que
empezó como revista del corazón y acabó como revista general de actualidad,
desaparecido en 1983. Entre 1957 y 1964 dirigió la Agencia Jordán. Otra de sus
creaciones fue El Cocodrilo, publicación humorística aparecida en mayo de 1984
y desaparecida en 1986. Fue vicepresidente de la sección española de la
Asociación de Periodistas Europeos y recibió, entre otros, el Premio Luca de
Tena (1983), Premio González-Ruano (1994) y el Premio Rodríguez Santamaría
(2003), otorgado por la Asociación de la Prensa de Madrid. Residió en Salinas
(Asturias) y falleció el 30 de diciembre de 2014 en el Hospital San Agustín de
Avilés a los 95 años.
NOTA: Todas las fotografías del artículo, están extraídas del libro: Valentín Vega. Fotógrafo de
calle (1941-1951). Editorial:
Museo del Pueblo de Asturias.
Valentín Vega Femández (1912 -1997) era el mayor de cuatro hermanos que
se dedicaron todos a la fotografía a partir de la postguerra y cuyos archivos
han tenido destinos muy diferentes. José Luis (1913-1993) se trasladó a Lugo en
1941 como fotógrafo de calle y allí
comenzó hacia 1945 a trabajar para el periódico EL Progreso; su archivo,
integrado por trescientos mil negativos, fue adquirido por la Diputación
Provincial de Lugo y se conserva en el
Archivo Histórico de esta provincia, donde ya se han realizado tres
exposiciones con su obra. Fernando (1918-1996), conocido como Vegafer, trabajó
gran parte de su vida, entre 1959 y 1982, como reportero para el diario El
Comercio, de Gijón, y su archivo fue tirado a la basura por este mismo
periódico. Gonzalo (1920 -1996), que firmaba como Vega, trabajó toda su vida en
Gijón; desde los años cuarenta a 1957, fue también fotógrafo de EL Comercio,
después se dedicará al laboratorio fotográfico y a los reportajes de calle, especialmente
bodas y fotografía escolar; una parte de
sus negativos ha desaparecido, otra la conservan unos sobrinos, dedicados
también a la fotografía profesional, y otra fue adquirida por el Museo del
Pueblo de Asturias después de haberse tirado a
la basura tras su fallecimiento. Por último, el archivo de Valentín Vega
fue adquirido en 1997 por el Museo del Pueblo de Asturias, pero no están aquí
todos los negativos que realizó este fotógrafo en su vida profesional, sino
sólo los que llevó a cabo entre 1941 y 1951 en el periodo que trabajó como
fotógrafo ambulante. Vega residía en Gijón y se trasladaba diariamente a la
cuenca minera del Nalón en bicicleta o tren. En 1951 se instala en una de las
poblaciones de esta cuenca, El Entrego, y allí, en su estudio y en la calle,
seguirá tirando miles de fotografías cuyos negativos se perdieron en varias
inundaciones que sufrió su estudio. (…). Foto : De Valentín vega y Familia:
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