El viejo puerto
de Gijón (1918). Colección del marqués de Santa María del Villar en el primer
tercio del siglo XX. Archivo de Francisco Serrano Castilla, delegado provincial
del Ministerio de Información y Turismo en Asturias en los años setenta del
pasado siglo XX. Donadas al depósito del Muséu del Pueblu d'Asturies, por María
del Carmen Serrano Gómez y Beatriz Martínez Serrano. Imagen coloreada antiguo con tecnología
I.A. El Comercio. |
Tapia de
Casariego (hacia 1915). Colección del marqués de Santa María del Villar en el
primer tercio del siglo XX. Archivo de Francisco Serrano Castilla, delegado
provincial del Ministerio de Información y Turismo en Asturias en los años
setenta del pasado siglo XX. Donadas al depósito del Muséu del Pueblu
d'Asturies, por María del Carmen Serrano Gómez y Beatriz Martínez Serrano. Imagen coloreada antiguo con tecnología I.A. El Comercio. |
Al terminar la Gran Guerra, Europa intentaba sentirse feliz, quería volver a una nueva y sofisticada «belle epóque». No era suficiente que en París la Torre Eiffel volviera a ser visitada por los turistas. El mundo era otro y no se podía volver al pasado. Todo había cambiado, incluso en nuestra España neutral. Por lo que se refería a nuestro país, lo de los «felices veinte» no pasaba de ser "para algunos una frase, entre frívola y nostálgica, y para otros una máscara tras de la cual pretendía ocultar la burguesía, las lacras de una pésima administración, una corrupción política y un inevitable desastre militar". En un discurso de la época, había dicho Melquíades Álvarez: «Todo en la patria está en crisis: todo se desmorona y debilita, desde la autoridad soberana del Poder, hasta la disciplina militar, sin la cual es imposible que pueda vivir un pueblo.» Aquellas palabras del tribuno asturiano, fueron pronto una profecía.