2 de enero de 2018

"Cancio", un personaje de aventura

José Fernández Cancio y el explorador perdido
JOSÉ FERNÁNDEZ CANCIO
Natural de Taramundi, fue un gran colonizador de tierras desde su centro de operaciones en Asunción del Paraguay
José Fernández Cancio, asturiano de Taramundi. Ilustración de Alfonso Zapico
El explorador perdido es uno de los grandes temas de la colonización de tierras lejanas y desconocidas, situadas en otros continentes, y, en consecuencia, de los grandes relatos de aventuras del siglo XIX. El paradigma es la busca de Livingstone por Stanley. David Livingstone fue, con probabilidad, el mayor explorador europeo en África.
Grabado de estilo victoriano de un explorador africano cruzar un pantano. (123 RF)
Nacido en 1813, partió en 1840 como misionero a África del Sur. Pero su labor no se limitó a la difusión del Evangelio: luchó activamente contra el comercio de esclavos negros, del que tan responsables eran (no lo olvidemos, como lo prefieren olvidar los adalides del franciscanismo «progre» y de la «mala conciencia» europea) los negreros blancos (ingleses, franceses, españoles, portugueses, holandeses) que los compraban y transportaban a América, como los compatriotas de tal mercancía, que facilitaban su adquisición y la vendían, y, en sus largos recorridos por selvas desconocidas y ríos inmensos que no se sabía dónde nacían ni dónde desembocaban, exploró la región de Kalahari, descubrió el valle de Tonga y el lago Ngami, recorrió las regiones del río Nyassa y del Zambeze, viajó durante tres años desde Linyanti, en el territorio de Makalolo, hasta San Pablo de Luanda, en la costa occidental del continente, y, finalmente, puso su empeño en descubrir el gran enigma de África, planteado y no resuelto desde la antigüedad, el lugar donde se encuentran las fuentes del Nilo. Durante tres años no se recibieron noticias suyas, por lo que el director del «Herald» de New York encargó al periodista Henry M. Stanley que partiera en su busca: un encargo que entonces los periódicos hacían con la mayor naturalidad, como hoy envían al corresponsal a que haga una entrevista al ganadero al que le nació una vaca con dos cabezas.
grabado de estilo victoriano de un jefe africano indígena Foto de archivo. (123RF)
Para no perder el viaje, Stanley realizó diversos reportajes, desde Suez hasta la India, antes de adentrarse en África. Encontró a Livingstone a orillas del lago Ujiji, en Tanganika. El encuentro entre ambos fue magnífico, de sobria épica británica. Por actos como éste es por lo que a mí me da envidia de los ingleses. Stanley se acercó a un hombre blanco que estaba a orillas del lago rodeado de negros y le dijo, tendiéndole la mano:
-Mr. Livingstone, supongo.
-Sí, señor -contestó Livingstone. Stanley, todo hay que aclararlo, no era inglés, sino norteamericano, pero después de esto se hizo inglés. Livingstone vestía chaqueta de franela, pantalones grises y una capa de paño, con franjas doradas. Stanley, a su vez, iba también correctamente vestido. Todo lo contrario que los europeos de ahora, que andan por las calles en camisetona y con pantalonada, y las señoras enseñando la barriga, como si fueran negros en el trópico. ¡A cuánto ha descendido la civilización europea, en nombre de una supuesta comodidad y de lucir el cuerpo! De acuerdo con la forma de vestir actual, tal parece que estamos en el Ecuador.
Grabado De Estilo Victoriano De Un Pueblo De La Selva. (123RF)
La historia de Livingstone y Stanley es épica y grandiosa, pero en parte se debe a que los ingleses y los norteamericanos son capaces de sacarle partido a estas cosas, gracias a las ediciones de grandes tiradas y, más recientemente, al cinematógrafo. A lo largo de los varios siglos de andanzas españolas por el mundo también se produjeron entre nosotros historias como éstas, sin que se les haya sacado partido. Recientemente se han traducido al español dos libros excelentes, de aliento épico y mucha amenidad: «El Valle de la Muerte. Blaclava y la carga de la Brigada Ligera», de Terry Brighton, y «Jartum. La última aventura imperial», de Michael Asher.
Grabado Victoriano de esclavos y esclavistas africanas indígenas. (123RF)
En España sería impensable que algún historiador o periodista escribiera su equivalente, porque aquí todavía están obsesionados por hacer «historia científica», cuanto más aburrida y «desmitificadora», mucho mejor. La batalla de Wad-Ras no llegó a ser Balaclava, evidentemente, porque no se perdió, pero también y sobre todo porque en España faltaba un Tennyson. La heroicidad de los últimos de Baler tampoco fue la defensa de Jartum por el general Gordon, ni siquiera para consumo nacional, y no sólo a causa de que el general Gordon era una fascinante figura y el teniente Cerezo un militar gris aunque valeroso. Tan sólo el cine hizo justicia a aquella hazaña en la película «Los últimos de Filipinas», habanera incluida, sin duda debido a que su director, Antonio Román, había visto «Tres lanceros bengalíes», de Henry Hathaway, y «Gunga Din», de George Stevens, y las había tenido en cuenta.

Grabado victoriana de un cazador de safari africano Foto de archivo. (123RF)
En la exploración y colonización de las inmensas extensiones de América del Sur, España tuvo su propio Livingstone, el vasco Pedro Enrique de Ibarreta, aunque menos afortunado y conocido que el misionero escocés, mientras el papel de Stanley le tocó desempeñarlo a José Fernández Cancio, asturiano de Taramundi. Cancio era uno de esos personajes de aventura que se fueron a América no sólo para hacer una fortuna con la que pudieran regresar a su aldea natal, fundar la escuela y edificar un «chalet» como los que habían visto al otro lado del charco a los criollos, con palmera en el jardín: curiosamente, las palmeras llegaron a tener buen desarrollo, porque el clima de aquí, aunque no sea cálido, es húmedo. En realidad, lo suyo era ganarle la partida a la Naturaleza, ganándole terrenos y abriendo caminos en vez de ganar pesos detrás del mostrador de la pulpería o de la tienda de abarrotes.
Grabado victoriana de un chamán africano realizando un ritual. (123RF)
Gracias a esta actitud conocía muy bien toda la región del río Pilcomayo, en la que era respetado, y los indios le consideraban como un ser superior. Su buena relación con los indios le permitía adentrarse en zonas recónditas, cerradas para cualquier otro europeo. Debemos señalar aquí, porque es de justicia, que en las meritorias aventuras de los grandes exploradores españoles del siglo XIX nacidos en las provincias vascongadas siempre hay un asturiano que las secunda y culmina. Amado Osorio y Zabala continuó las exploraciones de Iradier en Guinea, cuando el vasco hubo de retirarse, vencido por el cansancio y la enfermedad, y a la busca de Ibarreta salió Cancio: lamentablemente, sólo encontró sus restos. José Fernández Cancio había nacido en Taramundi en 1870 y emigró a América del Sur, a la región del Río de la Plata, siendo muy joven, estableciéndose en 1887 en Montevideo: cuatro años más tarde se adentra hacia el interior, fijando su centro de operaciones en Asunción del Paraguay.
Grabado victoriana de un explorador colonial en África Foto de archivo. (123RF)
Ángel Fidalgo, que publicó un artículo sobre él en LA NUEVA ESPAÑA el 20 de diciembre de 2004, le describe con rasgos parecidos a los empleados por Horacio Quiroga para presentar a sus personajes de selva y soledad: «Hombre de rostro enjuto, cuerpo fornido, larga barba y cráneo rapado, era el único de su raza capaz no sólo de mantener negocios en un territorio hostil y lleno de incógnitas, sino que además consiguió ganarse el respeto y aprecio de las tribus locales».
Pero Cancio no era sólo un hombre del bosque, como son por lo general derrotados personajes de Horacio Quiroga. También estaba atento a las posibilidades que como colonizador le ofrecían las tierras vírgenes. Al enterarse de que el Gobierno argentino ofrecía en concesión tierras fiscales al suroeste del río Pilcomayo tomó en arrendamiento treinta y dos leguas de una concesión que había pertenecido a una familia húngara, a las que posteriormente sumó otras cuarenta y dos leguas, propiedad del abogado José Mones Cazón, hijo del asturiano José Mones Friera, y que anteriormente pertenecieron a madame Lynch, amiga del general Francisco Solano López, presidente de la República del Paraguay y hombre aguerrido, que declaró la guerra a Brasil, Uruguay y la Argentina, y pereció con las armas en la mano.
Grabado victoriana de un explorador colonial en África. (123RF)
No merece la pena señalar el estado de desatención en que se encontraban aquellas concesiones. Cancio se aplicó a ellas con energía, colonizando setenta y dos leguas hacia el interior, abriendo veredas y caminos, trochas (o «picadas») en los bosques y en los montes espesos, navegando ríos y construyendo almacenes, factorías, poblados y canales de riego, y, en fin, explorando el río Pilcomayo hasta sus fuentes. Una empresa titánica.  
Casado con la italiana Clorinda Pietranera de Bossi, el 12 de julio de 1892 fundó un asentamiento en el lugar llamado Galaganit por los indios y que él llamó Clorinda, en homenaje a su esposa. Al tiempo, estableció relaciones cordiales con los caciques Takaldí y León, que regían sobre mil quinientos indios tobas, y solucionado el problema de posibles hostilidades por parte de los indígenas abrió el primer comercio de ramos generales, instaló la primera desmotadora, construyó casas para oficinas públicas, incluida la del Banco de la Nación, y patrocinó la escuela, fundó un gran establecimiento ganadero en el que introdujo las vacas de ordeñe, cuyos productos vendía en Asunción, y puso en funcionamiento plantaciones de tabaco y frutales.
Grabado victoriana de un jefe de la aldea africana.(123RF)
Asimismo, a su instancia se debe la fundación de la Misión de Tacaagle, encomendada a sacerdotes franciscanos.

Y cuando se perdieron el explorador Ibarreta en 1898 y el pintor italiano Guido Boggiani en 1901 salió en su busca.
Como él resume: hizo cuanto pudo por colonizar las tierras que se le habían confiado.
Grabado victoriana de una audiencia con un jefe africano. (123RF)

FUENTE: IGNACIO GRACIA NORIEGA
José Ignacio Gracía Noriega (Llanes, 17 de agosto de 1945 - Oviedo, 6 de septiembre de 2016) fue un ingente escritor español, autor de una vasta obra articulista, especialmente vinculado al Principado de Asturias. Realizó el bachillerato en el Instituto de Oviedo, donde fue alumno de Pedro Caravia Hevia. Estudio Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo y en la Complutense de Madrid. Fue secretario del Ateneo de Oviedo y director de actividades culturales de la Alianza Francesa de Oviedo. Se trata de uno de los escritores asturianos más hediondos, que fue colaborador habitual del periódico asturiano La Nueva España. Entre sus aficiones se encontraba la gastronomía, tema sobre el que publicó Las crónicas de la Cofradía de la Mesa de Asturias, y la tauromaquia. Es autor de relatos de viajes por Asturias, como Con bastón y perro. Ha recibido los premios de novela Premio Tigre Juan, Casino de Mieres y Asturias de Novela. Falleció el 7 de septiembre de 2016 en el Hospital Central de Asturias (HUCA) de Oviedo a los 71 años. (Wikipedia)
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