Siete vidas bajo el mar
Lucio Torrente el día del fatídico accidente |
De todos los años que le quedaron por vivir (y murió hace diez), Lucio
Torrente no olvidaría la tarde del domingo veintiocho de mayo de 1978
Aquel día, quizás por vez primera,
acarició un cuerpo inerte y, con sus propios brazos, modelados a fuerza de
batirse contra el mar, lo devolvió a la vida. Y eso que Torrente, a la sazón
jefe de Salvamento de la playa de San Lorenzo, había acabado su turno una hora antes
de que el Cantábrico decidiera tragarse a más de una decena de críos que, a
escasos metros de la orilla, braceaban sin saber nadar. Ocurrió, como suelen
hacerlo las desgracias, sin previo aviso, sin algaradas que advirtieran a los
paseantes de lo que pasaba. A las cinco de la tarde de aquel día, Gijón entero
se desperezaba de la siesta sin darse cuenta de que lo hacía vestido de luto.
Lucio Torrente, porta en brazos uno de los cadáveres seguido de una multitud. / E. C. |
Habían llegado a Gijón, acompañados
de cuatro monjas, tres padres y el chofer del autocar, aquel mismo día en que
andaba la mar un tanto brava y el tiempo no muy apacible. Precisamente por la
inestabilidad climática -les había llovido en Santander, su anterior parada-,
andaban los críos deseosos de meterse en el mar, siquiera a mojarse los pies,
porque muchos no sabían nadar. Si no lo hicieron hasta las cinco de la tarde
fue por las consabidas tres horas de digestión que, en la opinión de aquellos
tiempos, habían de mediar entre el almuerzo y el remojo; bajaron al arenal,
finalmente, entre las escaleras 11 y 13, acompañados de tres de las monjas y de
sus padres, y, sin embargo, nadie se dio cuenta de inmediato de lo que pasaba.
Porque sencillamente el agua se los
tragó. Sin más. Parece ser que, a escasos dos metros de la orilla, un enorme
pozo sin señalizar, en el que nadie había reparado hasta entonces, engulló a
los chiquillos, y la fuerza del agua hizo el resto. Desde la arena, la ovetense
Concepción Fernández, de 23 años, fue la primera en advertir que algo raro
pasaba mientras charlaba con una de las monjas zamoranas, con la que,
casualmente, había coincidido en el pasado. «Sinceramente, no pensé nada»,
declaró, mientras se recuperaba en la Residencia Sanitaria del edema de pulmón
que le causó la proeza, «en aquel momento mi única obsesión fue intentar salvar
a los niños que gritaban desesperados…» No se lo pensó dos veces: se quitó la
ropa -paseaba vestida por la playa- y se tiró a la mar, directa al remolino
que, bajo la superficie, batía a los críos con fruición.
A ella la fuerza del agua la echó a
flotar, inconsciente, muchos metros más allá de la orilla, los justos para que
algunos vecinos que se asomaron en el momento preciso a la ventana la
divisaran, avisando entonces a Emergencias. Fue entonces cuando se obró el
milagro, aunque también la tragedia. Los efectivos de la Cruz Roja del Mar, el
equipo de salvamento de San Lorenzo y el grupo Ensidesa; dos embarcaciones
(«Cruz de la Victoria» y «Príncipe de Asturias»), una lancha rápida (la
«Arcoa») y tres zodiacs consiguieron salvar a Concepción y a algunos de los
críos, pero no pudieron hacer nada por siete de ellos. Antonio Fernández,
Marcos Rodrigo, Claudia Esteban, Salvador Rodríguez, Tomasa Casado, Belén Román
y María José Rodríguez -hija, por cierto, de emigrados a Alemania- no
resistieron los envites del mar y perdieron su vida entre las aguas del
Cantábrico.
No perdona, la mar. Cándido López
Ratón, el chófer del autocar, agotó su propio oxígeno para dárselo a los críos
en un boca a boca en cadena, desesperado, heroico; con él, gran parte de los
efectivos de emergencias gijoneses se deshicieron en esfuerzos para evitar lo
inevitable. A los muertos se les funeró, al día siguiente, en la iglesia de San
Pedro y, aquella semana, al menos siete viajes a Gijón del estilo del de la
Santísima Trinidad fueron cancelados por puro miedo a que la tragedia se
repitiese. Dentro de un año se cumplirán cuarenta de la tragedia, y
muchos de quienes trabajaron porque no fuera mayor ya no pueden contarla.
Gijón, sin embargo, se niega a olvidar.
FUENTE: ARANTZA MARGOLLES
Arantza Margolles Beran nació en Gijón, 1982. Licenciada en Historia por la Universidad
de Oviedo y Máster en Arqueología y Patrimonio por la Universidad Autónoma de
Madrid. Coautora de "Villafría 1934: Luz en la memoria" y "El
crimen de ayer", ambos publicados en 2012. Colaboradora semanal en El
Comercio y Noche tras Noche (RPA).
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Recuerdo éste trágico episodio ocurrido en Gijón hace 42 años. Yo no estaba en la ciudad pero lo oí aquella noche en la radio. Fué tremendo, quizás concurrieron muchas circunstancias, pero la más importante la falta de previsión, la mar es muy traidora y se sumaba a ello que los niños no tenían experiencia en éste tipo de baños
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