Jovellanos, últimos días en la tormenta de una vida
En "Nuestros hijos volarán con el siglo" el
novelista Juan Pedro Aparicio recrea, entre ficción y realidad, el viaje
del político desde Gijón a Puerto de Vega y su dramático adiós
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Ilustración de Alfonso Zapico |
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Desde el pequeño muelle de Puerto de Vega hasta la casa de los Trelles
hay apenas unos cientos de metros, en subida, a través de la calle Real y
de la plaza de la Leña. Gaspar Melchor de Jovellanos los recorrió un
día de noviembre de 1811, quién sabe si con la convicción íntima de que
estaba protagonizando su último trayecto. Un hombre agotado, roto por
los ocho días de navegación en medio de la tormenta a bordo de un
cascarón a vela. Sobre todo, un hombre triste. Así lo perfila el
escritor Juan Pedro Aparicio (León, 1941), autor de la novela "Nuestros
hijos volarán con el siglo" en la que recrea esa singladura que a punto
estuvo de acabar en naufragio, y el adiós de Jovellanos, la figura más
importante de la Ilustración en España, lejos de su Gijón natal, pero
con el Cantábrico como compañero.
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Ilustración de Alfonso Zapico |
Aparicio hace ficción a partir
de lo que se intuye como realidad. El contexto histórico: en los
primeros días de noviembre de 1811 los franceses están a las puertas de
Gijón en aquel vaivén de idas y venidas durante la Guerra de la
Independencia. Jovellanos había regresado a su ciudad en agosto, pero
dos meses más tarde se ve obligado de nuevo a huir ante la inminente
entrada de las tropas de Napoleón. Huye en barco, la única fórmula. Y
con lo puesto. El "Volante", un quechemarín vizcaíno, esperaba en
el muelle gijonés. Los planes eran llegar a Galicia y, de allí, a
Inglaterra. A bordo, un nutrido grupo de hombres, mujeres y niños, todos
en franca retirada, con miedo común al invasor, pero destinos diversos.
Jovellanos ejercía de patriarca, el hombre que lo había sido todo,
ciudadano ejemplar, político e intelectual "con una inmensa capacidad de
seducción", lo supone Aparicio. Sabemos que los planes se
torcieron desde el primer minuto. El mar como aliado del enemigo y una
tormenta prolongada que desarboló al "Volante" y lo dejó a merced de las
olas. Así que Puerto de Vega, pueblo pesquero del concejo de Navia, fue
un refugio para el que no había alternativa. Localidad libre de los
franceses donde Jovellanos, su médico y su secretario, pusieron pie en
tierra, junto a los demás, mareados y exhaustos. Juan Pedro
Aparicio le pone voz en sus últimos instantes: "Quizá sea eso la muerte,
un volver al éter, sin disolverse del todo, pues en él queda la huella
de nuestra memoria?". La huella de Jovellanos acompañó al novelista
desde sus veraneos de niñez en Gijón, la ciudad en la que todo recuerda a
su hijo ilustre.
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Tanto Jovellanos y tan poco conocimiento cierto de un
hombre cauto hasta el extremo. "Yo sabía cuatro cosas, como casi
todo el mundo, pero no buscaba escribir una biografía más, porque ni soy
biógrafo ni me apetecía". En "Nuestros hijos volarán con el siglo" hay
sin embargo diez años de darle vueltas a la idea. Los buenos libros
comienzan a escribirse mucho antes de plasmar la primera letra. Aparicio
recuerda su experiencia en Puerto de Vega, junto a Pedro de Silva y
Blas Herrero, empapándose del personaje y del entorno, atando cabos
sobre lo que pudo haber sido y quizá fue, indagando en la intrahistoria e
imaginando. La libertad del novelista. El "Volante" se hace a la
mar: "A medida que las velas se hinchaban parecía que mi pecho se
hinchaba con ellas. Huíamos, abandonábamos nuestras casas, pero ese
golpe primero del viento sobre las velas era un clarinazo de alborozo,
una señal de brío aunque fuera el brío de la huida. Lo he oído muchas
veces?". Desde la cubierta el último vistazo al perfil gijonés? "Atrás
se iba quedando esa tierra mía, mi casa, el hueco que recogía el aliento
de los míos? Todavía descifro esa emoción como la huella que deja el
fuego que ya ha ardido". Y Jovellanos recuerda a Ramona. ¿Existió?
El novelista lo confirma. "Aparece en sus diarios y yo creo que es el
único vínculo afectivo y platónico que se sabe que tuvo Jovellanos. No
era una belleza, él escribió que era la fea más guapa que había
conocido. Ramona era bastante más joven que él", unos 30 años, que en el
siglo XVIII eran todo un mundo, y representa en cierto modo la
oportunidad perdida.
Durante el viaje tormentoso desde Gijón a
Puerto de Vega, el recurso a Ramona es constante. Jovellanos traduce sus
deseos como "desvaríos de viejo" y se imagina un futuro con ella,
viuda, en Inglaterra, recuperando tiempo, sentimientos y sensaciones. En
la novela de Aparicio la figura de Ramona gana cuerpo a medida que
transcurre la narración y mantiene en pie al gijonés, animado por la
posibilidad de un encuentro imposible. Ramona estaba en La Coruña.
"Estoy sin amigos", escribió a Jovellanos (y esto no es ficción, sino
documento). "Pienso que acaso hice mal en quedarme. Creía que me
encontraría aquí con usted". A Ramona le habían comentado que Jovellanos
no había podido llegar a Gijón, meses atrás, y que probablemente la
esperaba en Galicia. "Mi deseo sería verlo a usted, pero no quiero
causarle molestias. No quiero que se preocupe por mí". La mujer se
debatía en la duda: o tomar un barco camino de Inglaterra -la
civilización- o arriesgarse a desembarcar en Gijón "si usted tiene a
bien acogerme bajo su hospitalidad". Aparicio intuye sentimientos
mucho más hondos de los que deja entrever tanta ortodoxia formal. Se
había casado con un coronel del Ejército francés, de apellido Fortescue,
herido en acción de guerra, trasladado a Lisboa y embarcado con destino
a Inglaterra como prisionero de las fuerzas de Wellington. Murió en el
viaje y fue sepultado en alta mar a la altura de Finisterre.
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Retrato de Jovellanos (1744-1811), por Nicanor Piñole en 1954. (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes). http://www.cervantesvirtual.com/portales/gaspar_melchor_de_jovellanos/
imagenes_retratos/imagen/imagenes_retratos_04-retrato_de_jovellanos_por_nicanor_pinole_en_1954/ |
Juan
Pedro Aparicio quiere pensar que aquel Jovellanos "pudoroso y sensible"
era capaz de inventarse un íntimo homenaje en relación con Ramona. En el
gijonés Paseo de las Viudas Jovellanos manda plantar varias filas de
árboles, y lo hace con extraño criterio. Primero, robles, y después
abedules, magnolios, olmos, nogales y arces. Las letras iniciales de
cada una de las especies forman el acróstico de la palabra RAMONA, "para
quien se atreviera a descifrarlo", escribe Aparicio.
"Es un juego
ficticio, pero estoy seguro que Jovellanos hubiera sido muy capaz de
hacerlo". Árboles que son "una carta para mí mismo", una "travesura",
casi como la dimensión de "un compromiso". Cuando Jovellanos, al
que llaman excelencia, embarca en el "Volante", lo hace cargado de
baúles. Se lleva su biblioteca, muchos ejemplares de su "Memoria en
Defensa de la Junta Central" y un buen número de valiosos documentos.
Aquella biblioteca era sagrada, estuvo a punto de perderla en su
cautiverio de Mallorca y ahora, con la reentrada de los franceses en
Asturias, volvía a peligrar. Y durante el viaje surge el rumor: lo que
lleva su excelencia no son libros, sino dinero y joyas. Un rumor sobre
otro: Jovellanos es un ladrón. Aparicio pone voz a Jovellanos:
"Robamos. Ésa era la casi unánime conclusión, el grito soez con el que
nos saludaba a los miembros de la extinta Junta Central. Una calumnia
convertida, mediante el rumor persistente, en creencia popular imposible
de contrarrestar. Una calumnia planificada con la estrategia del
incendiario que quema los montes (?) El rumor como instrumento rey, el
más eficaz de la vida política española". Murió con la duda de la
limpieza de su nombre para la Historia, y con el desencanto de quien
soñó con un país civilizado y no alcanzó a disfrutarlo. En realidad,
seguimos esperando. En ello estamos, viejo amigo.
FUENTE: EDUARDO GARCÍA (La Nueva España)
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